Un hombre rico vestía de púrpura y lino

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El tema principal que hay que sacar a la luz, a propósito de la parábola del rico epulón que se lee en el Evangelio del próximo domingo, es su actualidad, esto es, cómo la situación se repite hoy, entre nosotros, tanto a nivel mundial como a nivel local. A nivel mundial los dos personajes son los dos hemisferios: el rico epulón representa el hemisferio norte (Europa occidental, América, Japón); el pobre Lázaro, con pocas excepciones, el hemisferio sur. Dos personajes, dos mundos: el primer mundo y el «tercer mundo». Dos mundos de desigual tamaño: el que llamamos «tercer mundo» representa de hecho «dos tercios del mundo». Se está afirmando la costumbre de llamarlo precisamente así: no «tercer mundo» (third world), sino «dos tercios del mundo» (two-third world).

El mismo contraste entre el rico epulón y el pobre Lázaro se repite dentro de cada una de las dos agrupaciones. Hay ricos epulones que viven codo a codo con pobres Lázaros en los países del tercer mundo (aquí, de hecho, su lujo solitario resulta todavía más estridente en medio de la miseria general de las masas), y hay pobres Lázaros que viven codo a codo con ricos epulones en los países del primer mundo. En todas las sociedades llamadas «del bienestar» algunas personas del espectáculo, del deporte, del sector financiero, de la industria, del comercio, cuentan sus ingresos y sus contratos de trabajo sólo en miles de millones (hoy en millones de euros), y todo esto ante la mirada de millones de personas que no saben cómo llegar con su escuálido sueldo o subsidio de desempleo a pagar el alquiler, las medicinas, los estudios de sus hijos.

La cosa más odiosa, en la historia relatada por Jesús, es la ostentación del rico, que éste haga alarde de su riqueza sin miramiento hacia el pobre. Su lujo se manifestaba sobre todo en dos ámbitos, la comida y la ropa: el rico celebraba opíparos banquetes y vestía de púrpura y lino, que eran, en aquel tiempo, telas de rey. El contraste no existe sólo entre quien revienta de comida y quien muere de hambre, sino también entre quien cambia de ropa a diario y quien no tiene un harapo que ponerse. Aquí, en un desfile de modas, se presentó una vez un vestido hecho de láminas de oro; costaba mil millones de las antiguas liras. Tenemos que decirlo sin reticencias: el éxito mundial de la moda italiana y el negocio que determina nos han afectado; ya no prestamos atención a nada. Todo lo que se hace en este sector, también los excesos más evidentes, gozan de una especie de trato especial. Los desfiles de moda que en ciertos períodos llenan los telediarios vespertinos a costa de noticias mucho más importantes, son como representaciones escénicas de la parábola del rico epulón.

Pero hasta aquí no hay, en el fondo, nada de nuevo. La novedad y aspecto único de la denuncia evangélica depende del todo desde el punto de vista de observación del suceso. Todo, en la parábola del rico epulón, se contempla retrospectivamente, desde el epílogo de la historia: «Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue sepultado». Si se quisiera llevar la historia a la pantalla, bien se podría partir (como se hace frecuentemente en las películas) de este final de ultratumba y mostrar toda la historia en flashback.

Se han hecho muchas denuncias similares de la riqueza y del lujo a lo largo de los siglos, pero hoy todas suenan retóricas o superficiales, pietistas o anacrónicas. Esta denuncia, después de dos mil años, conserva intacta su carga negativa. El motivo es que quien la pronuncia no es un hombre que esté de parte de ricos o pobres, sino uno que está por encima de las partes y se preocupa tanto de los ricos como de los pobres, incluso tal vez más de los primeros que de los segundos (¡a estos les sabe menos expuestos al peligro!). La parábola del rico epulón no se sugiere por el hastío hacia los ricos o por el deseo de ocupar su lugar, como tantas denuncias humanas, sino por una preocupación sincera de su salvación. Dios quiere salvar a los ricos de su riqueza.


Cantalamessa.

DE LA CEREMONIA AL SACRAMENTO.

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Por: Carlos Tadeo Albarracín Pbro.Doctor en Liturgia

La reforma de la Iglesia promovida por el Concilio Vaticano II se hizo con la finalidad de realizar de manera más eficaz su misión en las nuevas condiciones del mundo, el artículo 10 de la Sacrosanctum Concilium presenta cuatro objetivos de este sínodo: «El sacrosanto Concilio se propone acrecentar cada vez más la vida cristiana entre los fieles, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover cuanto pueda contribuir a la unión de todos los que creen en Cristo y fortalecer todo lo que sirva para invitar a todos al seno de la Iglesia.»

Dependiendo de ello el mismo artículo señala que por ello el Concilio cree que le «corresponde de modo particular procurar la reforma y el fomento de la liturgia.» La nueva manera de estar la Iglesia en el mundo al servicio del hombre considera la liturgia como medio evangelizador. Esto significa que se pasa de una concepción de la liturgia como ceremonia a entenderla como sacramento. El mismo Concilio define sacramento como «signo e instrumento» de la unión del hombre con Dios (y de los hombres entre sí)

En estos términos la liturgia busca:

1) Hacer crecer la vida cristiana de los fieles,

2) adaptar a nuestro tiempo las instituciones,

3) promover el ecumenismo, y

4) fortalecer la acción misionera de la Iglesia.

Desde esta perspectiva la finalidad de la celebración hay que buscarla en orden a la realización del proyecto salvífico, al establecimiento del Reino de Dios.

Cuando se inicia el Capítulo 11 del la Sacrosanctum Concilium, que versa sobre la reforma de la celebración de la Eucaristía, se advierte que «la Iglesia procura con solícito cuidado que los fieles no asistan a este misterio de fe como espectadores mudos o extraños, sino que, comprendiéndolo bien, mediante ritos y oraciones participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» (Art. 48). Anteriormente la misma Constitución, al señalar los criterios para la reforma y el fomento de la liturgia, señalaba que para asegurar la eficacia de la celebración «los pastores sagrados deben procurar que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes para una celebración válida y lícita, sino también que los fieles participen en ella consciente, activa y fructíferamente» (Art. 11).

Podemos decir que la consideración de la liturgia como sacramento se canaliza hacia la participación, este es el tema central sobre el que se plantea en la práctica la reforma litúrgica, pero sistemáticamente a lo largo de la Sacrosanctum Concilium el sustantivo 'participación' aparece calificado por al menos dos de estos adjetivos: consciente, activa y fructífera.

La participación consciente

Si realizamos una ojeada sobre los criterios que establece la Sacrosanctum Concilium para la reforma de los diferentes rituales de los sacramentos nos daremos cuenta de que allí aparece como un estribillo la propuesta de hacer que la misma celebración exprese los efectos del sacramento «

La participación consciente implica un conocimiento de la celebración, del lenguaje simbólico y de los efectos de la misma. En el caso de la celebración de la Eucaristía, para una participación consciente se requiere una buena iniciación cristiana toda vez que la Eucaristía es la cima del proceso de iniciación; la misma iniciación cristiana incluye además del conocimiento del misterio de Cristo el dominio de los recursos simbólicos de la comunidad cristiana (Cf. Decreto Ad gentes, 14).

La participación activa

El artículo 30 de la Sacrosanctum Concilium señala que para favorecer la participación activa de los fieles en la celebración la reforma de los ritos ha de enriquecerse con: aclamaciones del pueblo, respuestas, salmodias, antífonas, cantos y acciones, gestos y posturas corporales. Pensamos que aquí se propone una lista jerarquizada, según ello, el primer elemento para la participación activa son las aclamaciones. Aclamaciones son frases breves que al unísono pronuncia el pueblo en honor y aplauso de alguien, en el caso de la celebración litúrgica de las personas de la Trinidad. Las respuestas se dan en contexto de diálogo entre el presidente y la asamblea o entre dos o más fracciones de la asamblea. Los cantos, ubicados en quinto lugar, son para acompañar ritos, la finalidad de ellos es ayudar a profundizar en el sentido del rito que acompañan (Cf. OGMR: El fin del canto de entrada es «abrir la celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido e introducirlos en el misterio del tiempo litúrgico o de la fiesta y acompañar la procesión del sacerdote y los ministros» [47]. El canto de comunión «debe expresar, por la unión de las voces, la unión espiritual de quienes comulgan, demostrar la alegría del corazón y manifestar claramente la índole 'comunitaria' de la procesión para recibir la Eucaristía» [86]).

La participación fructífera

Como su nombre lo indica, se trata de recibir el fruto de la celebración participando de la misma. Ello implica la valoración cristiana que de la Eucaristía hace el discípulo. El Concilio Vaticano 11 dice que la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida cristiana, cuando no hay conciencia de ello la celebración resulta insulsa y entonces se buscará aderezarla las más de las veces con elementos extraños.

Si el seguimiento de Jesús no es el horizonte de la celebración, ella queda reducida a un encuentro lúdico o una expresión cultural. De un proceso de evangelización depende una buena celebración.

Haceos amigos con el dinero

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El Evangelio de este domingo nos presenta una parábola en cierto modo bastante actual, la del administrador infiel. El personaje central es el administrador de un propietario de tierras, figura muy popular también en nuestros campos, cuando regían sistemas usufructuarios.

Como las mejores parábolas, ésta es como un drama en miniatura, lleno de movimiento y de cambios de escena. La primera tiene como actores al administrador y a su señor y concluye con un despido tajante: «Ya no puedes ser administrador». Éste no esboza siquiera una autodefensa. Tiene la conciencia sucia y sabe perfectamente que de lo que se ha enterado el patrón es cierto. La segunda escena es un soliloquio del administrador que se acaba de quedar solo. No se da por vencido; piensa enseguida en soluciones para garantizarse un futuro. La tercera escena –el administrador y los campesinos— revela el fraude que ha ideado con ese fin: «“¿Tú cuánto debes?” Respondió: “Cien cargas de trigo”. Le dijo: “Toma tu recibo y escribe ochenta”». Un caso clásico de corrupción y de falsa contabilidad que nos hace pensar en frecuentes episodios parecidos en nuestra sociedad, si bien a escala mucho mayor.

La conclusión es desconcertante: «El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente». ¿Es que Jesús aprueba o alienta la corrupción? Es necesario recordar la naturaleza del todo especial de la enseñanza en parábolas. La parábola no hay que trasladarla en bloque y con todos sus detalles en el plano de la enseñanza moral, sino sólo en aquel aspecto que el narrador quiere valorar. Y está claro cuál es la idea que Jesús ha querido inculcar con esta parábola. El señor alaba al administrador por su sagacidad, no por otra cosa. No se afirma que se vuelva atrás en su decisión de despedir a este hombre. Es más, visto su rigor inicial y la prontitud con la que descubrió la nueva estafa, podemos imaginar fácilmente la continuación, no relatada, de la historia. Tras haber alabado al administrador por su astucia, el señor debe haberle ordenado que devolviera inmediatamente el fruto de sus transacciones deshonestas, o pagarlas con la cárcel si no podía saldar la deuda. Esto, o sea, la astucia, es también lo que alaba Jesús, fuera de parábolas. Añade, de hecho, casi como comentario a las palabras de ese señor: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz».

Aquel hombre, frente a una situación de emergencia, cuando estaba en juego su porvenir, dio prueba de dos cosas: de extrema decisión y de gran astucia. Actuó pronta e inteligentemente (si bien no honestamente) para ponerse a salvo. Esto –viene a decir Jesús a sus discípulos— es lo que debéis hacer también vosotros para poner a salvo no el futuro terreno, que dura algunos años, sino el futuro eterno. «La vida –decía un filósofo antiguo— a nadie se le da en propiedad, sino a todos en administración» (Séneca). Somos todos los «administradores»; por ello debemos hacer como el hombre de la parábola. Él no dejó las cosas para mañana, no se durmió. Está en juego algo más importante como para confiarlo al azar.

El Evangelio a menudo hace diversas aplicaciones prácticas de esta enseñanza de Cristo. En la que se insiste más tiene que ver con el uso de la riqueza y del dinero: «Yo os digo: haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas». Es como decir: haced como aquel administrador; haceos amigos de quienes un día, cuando os encontréis en necesidad, puedan acogeros. Estos amigos poderosos, se sabe, son los pobres, puesto que Cristo considera dado a Él en persona lo que se da al pobre. Los pobres, decía San Agustín, son, si lo deseamos, nuestros correos y porteadores: nos permiten transferir, desde ahora, nuestros bienes en la morada que se está construyendo para nosotros en el más allá.

Cantalamessa

Ángelus de este domingo !!!!

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Queridos hermanos y hermanas!

Esta mañana he visitado la diócesis de Velletri, de la que fui Cardenal titular durante varios años. Ha sido un encuentro familiar que me ha permitido revivir momentos del pasado ricos de experiencias espirituales y pastorales. En el curso de la solemne celebración eucarística, comentando los textos litúrgicos, me he detenido a reflexionar sobre el recto uso de los bienes terrenos, un tema que este domingo el evangelista Lucas, de varios modos, vuelve a proponer a nuestra atención. Contando la parábola de un administrador deshonesto, pero más bien astuto, Cristo enseña a sus discípulos cuál es la mejor manera de utilizar el dinero y las riquezas materiales, esto es, compartirlas con los pobres procurándose así su amistad, en vista del Reino de los cielos. «Haceos amigos con el dinero injusto –dice Jesús--, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16,9). El dinero no es «deshonesto» en sí mismo, pero más que cualquier otra cosa puede cerrar al hombre en un ciego egoísmo. Se trata por lo tanto de realizar una especie de «conversión» de los bienes económicos: en lugar de usarlos sólo por interés propio, hay que pensar también en la necesidad de los pobres, imitando a Cristo mismo, el cual –escribe Pablo-- «siendo rico se hizo pobre para enriquecernos a nosotros con su pobreza» (2 Co 8,9). Parece una paradoja: Cristo no nos ha enriquecido con su riqueza, sino con su pobreza, esto es, con su amor que le empujó a darse totalmente a nosotros.

Aquí podría abrirse un vasto y complejo campo de reflexión sobre el tema de la riqueza y de la pobreza, también a nivel mundial, donde se confrontan dos lógicas económicas: la lógica del beneficio y la de la equitativa distribución de los bienes, que no están en contradicción una con otra, con tal de que su relación esté bien ordenada. La doctrina social católica siempre ha sostenido que la distribución equitativa de los bienes es prioritaria. El beneficio es naturalmente legítimo y, en la justa medida, necesario para el desarrollo económico. Juan Pablo II escribió en la Encíclica Centesimus annus: «La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos» (n. 32). Sin embargo, añade, el capitalismo no hay que considerarlo como el único modelo válido de organización económica (n. 35). La emergencia del hambre y la ecológica denuncian, con creciente evidencia, que la lógica del beneficio, si es predominante, incrementa la desproporción entre ricos y pobres y una ruinosa explotación del planeta. Cuando, en cambio, prevalece la lógica de compartir y de la solidaridad, es posible enderezar la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo y sostenible.

Que María Santísima, que en el Magnificat proclama: el Señor «a los hambrientos colma de bienes, a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53), ayude a los cristianos a usar con sabiduría evangélica, esto es, con generosa solidaridad, los bienes terrenos, e inspire a los gobiernos y a los economistas estrategias de miras amplias que favorezcan el auténtico progreso de los pueblos.

Arrepentimiento

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Unicamente mediante el arrepentimiento de nuestras culpas podremos apartarnos del mal y volver a Dios explícitamente. Sólo a partir del arrepentimiento se funde, por así decir, toda la direza de nuestro corazón, de tal forma que pueda aparecer aquella fluidez, que nos hace capaz de ser moldeados por Cristo. (...) Al verdadero arrepentimiento no sólo corresponde el dolor por los pecados ya pasados, sino también el anhelo de reconcialiarse con Dios, la nostalgia de caminar otra vez por sus caminos. Von Hilderbrand.

PADRE PRO. LA PELÍCULA

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Corto de este film, disfrútenlo.

El padre corrió a su encuentro

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En la liturgia de este domingo se lee íntegramente el capítulo decimoquinto del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas llamadas «de la misericordia»: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. «Un padre tenía dos hijos...». Basta con oír estas palabras para que quien tenga una mínima familiaridad con el Evangelio exclame enseguida: ¡la parábola del hijo pródigo! En otras ocasiones he subrayado el significado espiritual de parábola: esta vez desearía subrayar en ella un aspecto poco desarrollado, pero extremadamente actual y cercano a la vida. En su fondo la parábola no es sino la historia de una reconciliación entre padre e hijo, y todos sabemos qué vital es una reconciliación así para la felicidad tanto de padres como de hijos.

Quién sabe por qué la literatura, el arte, el espectáculo, la publicidad, se aprovechan de una sola relación humana: la de trasfondo erótico entre el hombre y la mujer, entre esposo y esposa. Publicidad y espectáculo no hacen más que cocinar este plato de mil maneras. Dejamos en cambio sin explorar otra relación humana igualmente universal y vital, otra de las grandes fuentes de alegría de la vida: la relación padre-hijo, el gozo de la paternidad. En literatura la única obra que trata de verdad este tema es la «Carta al padre», de F. Kafka (la famosa novela «Padres e hijos» de Turgenev no trata en realidad de la relación entre padres e hijos, sino entre generaciones distintas).

Si en cambio se ahonda con serenidad y objetividad en el corazón del hombre se descubre que, en la mayoría de los casos, una relación conseguida, intensa y serena con los hijos es, para un hombre adulto y maduro, no menos importante y satisfactoria que la relación hombre-mujer. Sabemos cuán importante es esta relación también para el hijo o la hija y el tremendo vacío que deja su ruptura.

Igual que el cáncer ataca, habitualmente, los órganos más delicados del hombre y de la mujer, la potencia destructora del pecado y del mal ataca los núcleos vitales de la existencia humana. No hay nada que se someta al abuso, a la explotación y a la violencia como la relación hombre-mujer, y no hay nada que esté tan expuesto a la deformación como la relación padre-hijo: autoritarismo, paternalismo, rebelión, rechazo, incomunicación.

No hay que generalizar. Existen casos de relaciones bellísimas entre padre e hijo y yo mismo he conocido varias de ellas. Pero sabemos que hay también, y más numerosos, casos negativos de relaciones difíciles entre padres e hijos. En el profeta Isaías se lee esta exclamación de Dios: «Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí» (Is 1, 2). Creo que muchos padres hoy en día saben, por experiencia, qué quieren decir estas palabras.

El sufrimiento es recíproco; no es como en la parábola, donde la culpa es única y exclusivamente del hijo... Hay padres cuyo sufrimiento más profundo en la vida es ser rechazados o hasta despreciados por los hijos. Y hay hijos cuyo sufrimiento más profundo e inconfesado es sentirse incomprendidos, no estimados o incluso rechazados por el padre.

He insistido en el aspecto humano y existencial de la parábola del hijo pródigo. Pero no se trata sólo de esto, o sea, de mejorar la calidad de vida en este mundo. Entra en el esfuerzo de una nueva evangelización la iniciativa de una gran reconciliación entre padres e hijos y la necesidad de una sanación profunda de su relación. Se sabe lo mucho que la relación con el padre terreno puede influir, positiva o negativamente, en la propia relación con el Padre celestial y por lo tanto la misma vida cristiana. Cuando nació el precursor Juan Bautista el ángel dijo que una de sus tareas sería la de «hacer volver los corazones de los padres a los hijos y los corazones de los hijos hacia los padres» [Cf. Lc 1,17. Ndr], una misión más actual que nunca.

Cantalamessa.

LAS PENAS DEL INFIERNO.

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Del Diario de Santa María Faustina Kowalska (741)


Hoy he estado en los abismos del infierno, conducida por un ángel. Es un lugar de grandes tormentos, ¡qué espantosamente grande es su extensión! Los tipos de tormentos que he visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual, incendiado por la ira divina; el quinto tormento, es la oscuridad permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias. Estos son los tormentos que todos los condenados padecen juntos, pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares para distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que que ha pecado. Hay horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencía del otro. Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera sostenido la omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con ese será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para que ningún alma se excuse diciendo que el infierno no existe o que nadie estuvo allí ni sabe cómo es. Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar testimonio de que el infierno existe.

1) La pérdida de Dios

Apartaos de mí, malditos (Mt 25,41). Todos éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna lejos de la presencia del Señor y de su gloria esplendorosa (2 Tes 1,9).

2) El remordimiento de conciencia

Su gusano no muere (Mc 9,48).

3) Aquel destino no cambiará jamás

Y éstos irán al castigo eterno (Mt 25,46).

4) El fuego

Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno (Mt 25,41).

5) La oscuridad

Echadlo a las tinieblas exteriores (Mt 22,13; Mt 25,30).

6) La compañía de Satanás

Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25,41).

7) La desesperación

Allí será el llanto y el crujir de dientes (Mt 22,13; Mt 24,51; Mt 25,30).

ENTRE TUS MANOS.

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Transformación....

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Dios nos ha llamado a trasnaformarnos en hombres nuevos en Cristo. Nos otorga una vida nueva sobrenatural en el Santo Bautismo, nos hace partícipes de su vida divina. Mas esta vida no está destinada a descansar escondida como un secreto en el fondo de nuestra alma, sino a transformar toda nuestra persona. La meta a la que Dios nos ha llamado en Su incocebiblie misericordia, no es sólo una perfección ética, que no se diferenciaría cualitativamente de la natural y que sólo recibiría significado sobrenatural por la gracia oculta, sino también la plenitud sobrenatural de las virtudes de Cristo que representa cualitativamente algo totalmente nuevo frente a toda virtud meramente natural. "Para que anuncies las virtudes de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a Su luz admirable". Casi todas las oraciones del año litúrgico se refieren al recorido del camino que nos lleva desde que recibimos el prncipio sobrentural de la vida en el bautismo hasta que nos transformemos en Cristo, es decir la victoria plena de Cristo en nosotros, que consiste en la santidad. Dietrich Von Hilderbrand.

Si uno me sigue ...

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Hume decía que muchas de las cosas dependen de la costumbre. Y en parte es verdad. Pues estamos en el mundo, con las cosas, con las personas, y nos acostumbramos, o como diría el Zorro en el Principito, las adomesticamos, aunque éste último lo decía en un sentido más afectivo.

Pues, de ahora en adelante, quiero suscitar una nueva costumbre. Voy a empezar a publicar las ideas que Cantalamessa, el predicador oficicial del Vaticano, expresa todos los viernes. Siempre me parecen batsante bien fundamentadas. Explican bien. Y es interesante, pues éste es franciscano.

Bienvenidos a la sección: Cantalamessa ...

***
Si uno me sigue...

El pasaje del Evangelio de este domingo es uno de esos que dan la tentación de ser dulcificados por parecer demasiado duro para los oídos: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre…». Ante todo hay algo que aclarar: ciertamente el Evangelio es en ocasiones provocante, pero nunca contradictorio. Poco después, en el mismo Evangelio de Lucas, Jesús recuerda con fuerza el deber de honrar al padre y a la madre (Cf. Lucas 18 20) y a propósito del marido y la mujer, dice que tienen que ser una sola carne y que el hombre no tiene derecho de separar lo que Dios ha unido. Entonces, ¿cómo puede decirnos ahora que hay que odiar al padre y a la madre, a la mujer, a los hijos y a los hermanos?

Hay que tener en cuenta un hecho. En hebreo no hay comparativo de superioridad o de inferioridad (amar a alguien más o menos que a otra persona); simplifica y reduce todo a «amar» u «odiar». La frase «si alguno viene donde mí y no odia a su padre y a su madre» debe entenderse, por tanto, en este sentido: «si alguno viene donde mí sin preferirme a su padre y a su madre». Para darse cuenta de esto basta leer el mismo pasaje del Evangelio de Mateo donde dice: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mateo 10, 37).

Sería totalmente equivocado pensar que este amor por Cristo está en competencia con los diferentes amores humanos: por los padres, el cónyuge, los hijos, los hermanos. Cristo no es un «rival en el amor» de nadie y no tiene celos de nadie.

En la obra «El zapato de raso» de Paul Claudel, la protagonista, cristiana fervorosa pero al mismo tiempo locamente enamorada de Rodrigo, exclama interiormente, como si le costara creerse a sí misma: «Por tanto, ¿está permitido este amor por las criaturas? ¿Verdaderamente Dios no tiene celos?». Y su ángel de la guarda le responde: «¿Cómo podría ser celoso de lo que ha hecho él mismo?» (acto III, escena 8).

El amor por Cristo no excluye los demás amores sino que los ordena. Es más, en él todo amor genuino encuentra su fundamento, su apoyo y la gracia necesaria para ser vivido hasta el final. Este es el sentido de la «gracia de estado» que confiere el sacramento del matrimonio a los cónyuges cristianos. Asegura que, en su amor, serán apoyados y guiados por el amor que Cristo tuvo por su esposa, la Iglesia.

Jesús no hace ilusiones a nadie, pero tampoco desilusiona a nadie; pide todo porque quiere darlo todo; es más, lo ha dado todo. Uno podría preguntarse: ¿pero cómo puede este hombre, que vivió hace veinte siglos en un rincón perdido del planeta, pedirnos a todos este amor absoluto? La respuesta, sin necesidad de remontarnos muy lejos, se encuentra en su vida terrena que conocemos por la historia: él fue el primero en darlo todo por el hombre: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros» (Cf. Efesios 5, 2).

En este mismo pasaje del Evangelio, Jesús nos recuerda también cuál es el test y la prueba del verdadero amor por él: «cargar con la propia cruz». Cargar con la propia cruz no significa buscar sufrimientos. Cristo tampoco se puso a buscar su cruz; en obediencia a la voluntad del Padre la cargó sobre sí cuando los hombres se la pusieron a espaldas, transformándola con su amor obediente de instrumento de suplicio en signo de redención y de gloria. Jesús no vino a aumentar las cruces humanas, sino más bien a darles un sentido. Con razón, se ha dicho que «quien busca a Jesús sin la cruz, encontrará la cruz sin Jesús», es decir, de todos modos encontrará la cruz, pero sin la fuerza para cargar con ella.

CRISTO REY

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En lo que hagas, ¡sé modesto!

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El inicio del Evangelio de este domingo nos ayuda a corregir un prejuicio sumamente difundido. «Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente». Al leer el Evangelio desde un cierto punto de vista, se ha acabado haciendo de los fariseos el modelo de todos los vicios: hipocresía, doblez, falsedad; los enemigos por antonomasia de Jesús. Con estos significados negativos, el término «fariseo» ha pasado a formar parte del diccionario de nuestra lengua y de otras muchas.

Semejante idea de los fariseos no es correcta. Entre ellos había ciertamente muchos elementos que respondían a esta imagen y Cristo se enfrenta duramente con ellos. Pero no todos eran así. Nicodemo, que va a ver a Jesús de noche y que después le defiende ante el Sanedrín, era un fariseo (Cf. Juan 3,1; 7, 50 y siguientes). También era fariseo Saulo, antes de la conversión, y era ciertamente una persona sincera y celosa, aunque todavía no estaba bien iluminado. Fariseo era Gamaliel, quien defendió a los apóstoles ante el Sanedrín (Cf. Hechos 5, 34 y siguientes).

Las relaciones de Jesús con los fariseos no fueron sólo conflictivas. Compartían muchas veces las mismas convicciones, como la fe en la resurrección de los muertos, en el amor de Dios y el compromiso como primer y más importante mandamiento de la ley. Algunos, como en nuestro caso, incluso le invitan a comer en su casa. Hoy se considera que más que los fariseos, quienes quisieron la condena de Jesús fueron los saduceos, a quienes pertenecía la casta sacerdotal de Jerusalén.

Por todos estos motivos, sería sumamente deseable dejar de utilizar el término «fariseo» en sentido despreciativo. Ayudaría al diálogo con los judíos que recuerdan con gran honor el papel desempeñado por la corriente de los fariseos en su historia, especialmente tras la destrucción de Jerusalén.

Durante la comida, aquel sábado, Jesús ofreció dos enseñanzas importantes: una dirigida a los «invitados» y otra al «anfitrión». Al dueño de casa, Jesús le dijo (quizá cara a cara o en presencia sólo de sus discípulos): «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos…». Es lo que hizo el mismo Jesús, cuando invitó al gran banquete del Reino a los pobres, a los afligidos, a los humildes, a los hambrientos, a los perseguidos (las categorías de personas mencionadas en las Bienaventuranzas).

Pero en esta ocasión quisiera detenerme a meditar en lo que Jesús dice a los «invitados». «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar…». Jesús no quiere dar consejos de buena educación. Ni siquiera pretende alentar el sutil cálculo de quien se pone en última fila, con la escondida esperanza de que el dueño le pida que se acerque. La parábola en esto puede dar pie a equívoco, si no se tiene en cuenta el banquete y el dueño de los que Jesús está hablando. El banquete es el universal del Reino y el dueño es Dios.

En la vida, quiere decir Jesús, escoge el último lugar, trata de contentar a los demás más que a ti mismo; sé modesto a la hora de evaluar tus méritos, deja que sean los demás quienes los reconozcan y no tú («nadie es buen juez en su casa»), y ya desde esta vida Dios te exaltará. Te exaltará con su gracia, te hará subir en la jerarquía de sus amigos y de los verdaderos discípulos de su Hijo, que es lo que realmente cuenta.

Te exaltará también en la estima de los demás. Es un hecho sorprendente, pero verdadero. No sólo Dios «se inclina ante el humilde y rechaza al soberbio» (Cf. Salmo 107,6); también el hombre hace lo mismo, independientemente del hecho de ser creyente o no. La modestia, cuando es sincera, no artificial, conquista, hace que la persona sea amada, que su compañía sea deseada, que su opinión sea deseada. La verdadera gloria huye de quien la persigue y persigue a quien la huye.

Vivimos en una sociedad que tiene suma necesidad de volver a escuchar este mensaje evangélico sobre la humildad. Correr a ocupar los primeros lugares, quizá pisoteando, sin escrúpulos, la cabeza de los demás, son característica despreciadas por todos y, por desgracia, seguidas por todos. El Evangelio tiene un impacto social, incluso cuando habla de humildad y modestia.

Cantalamessa

Reporteros; ¿místicos?

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