¿Poner la otra mejilla?

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Confesión: creo que soy fan de Ratzinger. Tengo en mi memoria que desde que leí uno de sus libros vislumbré que era un hombre magno o simplemente intelectual. Sus comentarios y sus atisbos intelectuales me parecían geniales. En la reflexión que hizo este Domingo entendí el por qué de "poner la otra mejilla." Aquí les presento la reflexión ratzingereana. No piensen que por ser largo es aburrido o pesado.

El Evangelio de este domingo contiene una de las palabras más típicas y fuertes de la predicación de Jesús: «Amad a vuestros enemigos» (Lc 6,27). Está sacada del Evangelio de Lucas, pero se encuentra también en el de Mateo (5,44), en el contexto del discurso programático que se abre con las famosas «Bienaventuranzas». Jesús lo pronunció en Galilea, al comienzo de su vida pública: casi un «manifiesto» presentado a todos, sobre el que Él pide la adhesión de sus discípulos, proponiéndoles en términos radicales su modelo de vida. ¿Pero cuál es el sentido de esta palabra suya? ¿Por qué Jesús pide que se ame a los propios enemigos, o sea, un amor que excede las capacidades humanas? Lo cierto es que la propuesta de Cristo es realista, porque tiene en cuenta que en el mundo existe demasiada violencia, demasiada injusticia, y por lo tanto no se puede superar esta situación más que contraponiendo más amor, más bondad. Este «más» viene de Dios: es su misericordia, que se ha hecho carne en Jesús y que sola puede «desequilibrar» el mundo desde el mal hacia el bien, a partir de ese pequeño y decisivo «mundo» que es el corazón del hombre.

Justamente esta página evangélica está considerada como la magna charta de la no violencia cristiana, que no consiste en rendirse al mal -según una falsa interpretación del «poner la otra mejilla» (cfr. Lc 6,29)-, sino en responder al mal con el bien (Rm 12,17-21), rompiendo de tal forma la cadena de la injusticia. Se comprende entonces que la no violencia, para los cristianos, no es un mero comportamiento táctico, sino un modo de ser de la persona, la actitud de quien está así convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal con las únicas armas del amor y de la verdad. El amor al enemigo constituye el núcleo de la «revolución cristiana», una revolución no basada en estrategias de poder económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que no se apoya en definitiva en recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. He aquí la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. He aquí el heroísmo de los «pequeños», que creen en el amor de Dios y lo difunden aún a costa de la vida.


Abraham Siloé Ramos P.

¡Ver y pensar!

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Pienso que una de las cosas que más nos hacen pensar es ver las cosas tal y como son en la realidad. No es en vano la frase que dice que una imagen habla más que las palabras. Quisiera mostrarles una foto que me ha hecho experimentar lo profundo de la violencia y del mal mismo. Realmente las imágenes son un signo que develan los hechos tal cuales. Creo que la lectura de la realidad es el punto capital. Confieso que cuando vi esta foto me hizo pensar en una frase bastante profunda de Dostoievsky:"si Dios no existe, todo está permitido..."

Abraham Siloé Ramos P.

La madre Teresa de Calcuta: historia de una vocación de amor

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La Beata Teresa de Calcuta fue una mujer que todo mundo ha conocido, cuando menos por historias, relatos, la televisión y otros medios; pero muchas personas preguntamos ¿cómo es que esta mujer escuchó la voz de Dios y llegó a hacer tantas cosas en beneficio de la humanidad?

En los siguientes párrafos podrán leer algunos pensamientos y hechos sobre la vocación de la Beata Teresa de Calcuta. Cabe mencionar que son extractos de diversas conferencias que ella dirigió.

José Agustín Vélez Galván.

***
Mi vocación.
Madre Teresa de Calcuta.

Nací en Albania. Soy de sangre y de origen albanés. Tengo nacionalidad india. Soy también una religiosa católica. Pero por mi vocación pertenezco al mundo entero. Mi corazón, sin embargo, pertenece enteramente al corazón de Jesús.

Nací en Skopje (Albania) en 1910. Mi padre tenía un pequeño negocio de materiales de construcción. Tenía dos hermanas y un hermano. Ya han muerto las dos. Éramos una familia muy feliz y siempre unida.

Yo no soy más que un pequeño lapicero en las manos de Dios. Es Él quien escribe. Es Él quien piensa. Es Él quien decide. Lo repito: no soy más que un pequeño lapicero. Todavía era joven, tenía 12 años, cuando en el seno de mi familia, probé por primera vez el deseo de pertenecer completamente a Dios. Lo reflexioné mucho, rezando, durante seis años. A veces me parecía que tenía vocación.

Al final me convencí de que Dios me llamaba. Fue la Virgen de Letnice (Montenegro) quien intercedió por mí y me ayudó a descubrir mi vocación.

En los momentos de incertidumbre, me sirvió de gran utilidad un consejo de mi madre. Me decía a menudo:
-Cuando aceptes un trabajo, hazlo de buen grado o no lo aceptes.

En cierta ocasión pedí consejo a mi director espiritual acerca de mi vocación. Le pregunté:

-¿Cómo puedo saber si Dios me llama y para qué me llama?
Él me respondió:

-Lo sabrás por tu felicidad. Si te sientes feliz ante la idea de que Dios te pueda llamar para servirle a Él y a tu prójimo, ésa puede ser la mejor prueba de tu vocación. El gozo profundo del corazón es como una especie de brújula que indica el camino a seguir en la vida. Y debemos seguirla, incluso cuando esta brújula nos conduce por un camino lleno de dificultades.

A los pies de la Virgen de Letnice, escuché por primera vez la llamada divina que me convenció de servir a Dios y de dedicarme completamente a su servicio. Fue la tarde de la fiesta de la Asunción. Lo recuerdo bien. Yo rezaba con una velita encendida entre las manos. Rezaba y cantaba con un corazón desbordante de felicidad interior.

Allí, aquel día, decidí consagrarme enteramente a Dios por medio de la vida religiosa. La escena, a los pies de la Virgen, en su santuario de Letnice, permanece indeleble en mi corazón. Fue allí donde escuché la voz de Dios que me llamaba a ser completamente suya, a consagrarme a Él y al servicio del prójimo.

Hace algunos años tuve ocasión de volver a Skopje y pude visitar el santuario de la Virgen de Letnice. Me sentí muy feliz de poder postrarme nuevamente ante sus pies y rezarle. El manto de la Virgen había cambiado, pero sus ojos y su mirada eran todavía los mismos, después de tantos años.

Si tuviera que comenzar otra vez todo, desde el inicio, volvería a dejar Skopje para seguir el mismo camino.

Éramos una familia muy feliz. Estábamos muy unidos, especialmente después de la muerte de mi padre. Vivíamos los unos para los otros. Cada uno tenía como principal preocupación la de hacer felices a los demás miembros de la familia.

A los 12 años experimenté por primera vez el deseo de hacerme misionera. Aunque iba a una escuela no católica, en Skopje había buenos sacerdotes que nos ayudaban a discernir la propia vocación según la llamada de Dios. En aquel momento descubrí mi llamado en favor de los pobres. Sólo que, entre los 12 y los 18 años, olvidé ese deseo de hacerme monja.

Vivía todavía en mi ciudad natal, cuando algunos jesuitas de Skopje fueron destinados a la India como misioneros. De cuando en cuando nos enviaban cartas informándonos de toda la labor que hacían en provecho de las almas. Las descripciones de toda la actividad realizada, en especial en su trabajo con los niños, me impresionaban muchísimo. Le expuse a uno de ellos mi intención de ser misionera y él se ofreció para ponerme en contacto con las loretinas (monjas de Nuestra Señora de Loreto), que en aquel período ayudaban mucho en la India.

Fue a los 18 años cuando decidí definitivamente dejar mi familia y ser misionera. Desde aquel momento no he dudado nunca de aquella decisión. Era la voluntad de Dios. Era Él quien me había elegido.

Seguir mi vocación representó un sacrificio para mí y para mi familia, que siempre estaba unida. Fue el sacrificio que Cristo nos pidió a todos nosotros.

Ingresé en octubre de 1928 en la casa madre de las monjas de Nuestra Señora de Loreto en Rathfarnham (Irlanda). Después de dos meses viajé a la India para comenzar el noviciado. Se desarrolló en Darjeeling. Al final pronuncié los votos religiosos.

Me siento india y al mismo tiempo, desde lo más profundo de mi alma, universal. Hablo bien el bengalí y un poco peor el hindú. Pero no debería hablar más de mí misma.

En el momento de la profesión, en conformidad con las constituciones de la Congregación de Loreto, cambié de nombre. Elegí llamarme Teresa. No era el nombre de la gran Teresa de Ávila. Elegí el nombre de la pequeña Teresa: Teresa de Lisieux.

Durante veinte años enseñé en el colegio de Santa María. Era una escuela para niñas de clase media, aunque asistían también de clase alta. Era el único colegio católico de chicas en Calcuta. No sabría decir si fue una buena o mala maestra. Esto lo podrían decir mejor que yo mis alumnas. Lo que puedo decir con seguridad es que me agradaba mucho enseñar.

Mientras formé parte de la Congregación de Nuestra Señora de Loreto, mi misión era enseñar. Una cosa que, hecha por Dios, constituye un verdadero apostolado.

Siempre buscaba animar a mis alumnas de mayor edad para ir a los suburbios y ofrecer allí asistencia y ayuda a los pobres abandonados. Por lo que a mí respecta, no me decidí a consagrarme totalmente a la misma causa, hasta el día en que me sentí empujada a hacerlo gracias a un hecho impresionante.

Sucedió después de la segunda guerra mundial. Un día me encontraba fuera del convento, en las cercanías de hospital Campbell, cuando mis ojos vieron el espectáculo de una pobre mujer que agonizaba por el hambre. Me acerqué a ella. La tomé entre mis brazos y traté que la aceptaran en aquel hospital. No me escucharon porque se trataba de una mujer pobre. Murió en medio de la calle.

Una lectura del Evangelio me golpeó particularmente, cuando Cristo afirma que lo que hagamos a los más pequeños, a los que tienen hambre, a los enfermos, a los rechazados, es como si se lo hiciéramos a Él. De este modo, tuve la impresión de haber descubierto mi verdadero camino y acepté aquello que se me presentaba como un maravilloso regalo de Dios.

Fue como una llamada dentro de otra llamada. Algo parecido a una segunda vocación. Fue un mandato interior a renunciar a la congregación de Loreto, donde seguramente yo era muy feliz, para ponerme al servicio de los pobres de las calles.

En 1946, mientras me dirigía en tren hacia Darjeeling para hacer los ejercicios espirituales, sentí nuevamente una llamada para abandonarlo todo y seguir a Cristo en los suburbios y servirlo en los más pobres de los pobres. Comprendí que eso era lo que Cristo quería de mí.

En el año 1948, después de 20 años de permanencia en India, opté por un contacto más estrecho con los más pobres de los pobres. Era una llamada dentro de mi vocación. Sentía que Dios quería algo más de mí. Para mí su mensaje era claro: dejar el convento y trabajar con los pobres, viviendo en medio de ellos. Sabía dónde me llamaba, pero ignoraba cómo llegar. Dios quería que yo fuera pobre con los pobres y que lo amase bajo las dolorosas semblanzas de los más pobres entre los pobres.
Conté con la bendición de la obediencia. Una vez expuesto mi caso a las Superioras de la congregación y al arzobispo de Calcuta, percibieron que se trataba de la voluntad de Dios, que era Dios el que lo quería.

Escribí a mi Superiora general diciéndole que Dios me llamaba a sí, sirviéndole en los más pobres de los suburbios. Obtuve así la bendición de la obediencia. Teniéndola, no hay ningún motivo para dudar ni se puede equivocar.

A veces, queda la impresión de haberse equivocado. Pero sólo lo es a los ojos de los hombres. No a los ojos de Dios.

No tuve que renunciar a nada en particular. La vocación de pertenecer a Cristo y mi pertenencia a Él, no habían cambiado. Lo único que cambiaba eran los medios exteriores, con la finalidad de servir a los más pobres de los pobres.

La vocación en sí misma -mi pertenencia a Cristo- no cambió. Más bien, profundizó. Mi amor por Cristo se hizo más profundo en virtud de aquel sacrificio. Este es el motivo por el que hablo de una llamada dentro de la llamada. Mi vocación no fue otra cosa que una prolongación de mi pertenencia a Cristo.

Al mismo tiempo, algunas jóvenes a quienes había tenido como alumnas y que visitaban a los pobres en los suburbios y a los enfermos en los hospitales, manifestaron el deseo de hacerse monjas para dedicarse completamente al apostolado entre los más pobres.

Lo repito una vez más. Fue en septiembre de 1946, en el tren que me llevaba a Darjeeling, donde iba a hacer los ejercicios espirituales, cuando escuché la llamada de Dios. Mientras rezaba a Nuestro Señor en la intimidad y en el silencio, escuché la llamada dentro de la llamada.

El mensaje era muy claro: tenía que dejar el convento (de la congregación de Loreto) y dedicarme al servicio de los pobres viviendo con ellos. Era una orden. Tuve una percepción muy clara respecto al origen de la llamada. Lo que no veía tan claro era cómo secundarla. En otras palabras: sabía dónde ir, pero ignoraba cómo llegar.

Sentí intensamente que Jesucristo quería que yo le sirviese en los más pobres, en los rechazados, en los habitantes de los suburbios, en los marginados, en los que no tienen hogar. Jesucristo me invitaba a seguirlo en pobreza real, comenzando un género de vida que me hiciese igual a los necesitados, en los que Él está presente, en los que Él sufre y ama.

 
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